📸 Cortesía: Centro de Memoria, Paz y Reconciliación (CMPR)
¿ESPERAR HASTA EL ÚLTIMO RESPIRO?
La noche del 11 de junio de 2025, en Bogotá, la directora del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Ana María Cuesta León, perdió la batalla más dura de todas: la suya propia. Tenía solo 39 años y una trayectoria marcada por la defensa incansable de los derechos humanos. Pero esta vez, la lucha no fue contra la injusticia social, sino contra un sistema que le negó el acceso a un tratamiento vital.
Ana María padecía de hipertensión pulmonar asociada a lupus eritematoso sistémico, una enfermedad compleja que requería el uso de medicamentos específicos como Ambrisentan y Selexipag. Desde el año 2010, cuando aún era universitaria, inició con una acción de tutela para obligar a su EPS, Famisanar, a suministrarle los tratamientos que necesitaba para sobrevivir. En septiembre de 2020, un fallo judicial del Juzgado Noveno Municipal de Pequeñas Causas de Bogotá dictaminó que la EPS debía entregarle la medicación en 48 horas, sin embargo, la realidad distaba mucho de ese mandato.
La entrega de estos medicamentos jamás se cumplió con rigurosidad. A partir de diciembre de 2024, Selexipag dejó de ser distribuido, y desde abril de 2025, el Ambrisentan no llegó a sus manos. Frustrada pero decidida a continuar su vida, Ana María redujo la dosis para estirar lo que quedaba, consciente del riesgo de empeoramiento. Su cuerpo empezó a mostrar señales de fatiga. El 9 de junio fue internada de urgencia en la Clínica Cardio Infantil, donde pasó casi dos días sin una cama disponible, reflejo palpable de las falencias hospitalarias.
“Esto no es solo un caso particular, es la evidencia de un sistema que dilata y erosiona el derecho fundamental a la salud”, declaró su familia en un comunicado. La EPS Famisanar no respondió de forma clara ante los requerimientos médicos y legales de Ana María, dejando en evidencia la brecha entre las disposiciones judiciales y su cumplimiento efectivo.
El fallecimiento de Ana María Cuesta no solo simboliza la pérdida de una activista comprometida, sino que desnuda un vacío de justicia sanitara y un apagón institucional que cobra vidas. ¿Qué hace falta para que la salud no sea un privilegio sino un derecho garantizado? La sociedad y las autoridades se enfrentan a esta interrogante mientras el dolor permanece, como la lluvia fría que no cesa.