📸 Cortesía: Colprensa
¿Preso en casa propia?
Este jueves 5 de junio de 2025, en la Plaza de Armas de la Casa de Nariño, el presidente Gustavo Petro dejó caer un sentimiento de encierro que trasciende lo político para instalarse en lo personal y simbólico. Con voz firme, afirmó sentirse “preso” de la oligarquía que domina Colombia, no de su pueblo, y denunció las presiones constantes que limitan su gobierno.
Durante un acto solemne de reconocimiento de responsabilidad internacional y disculpas públicas hacia la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, Petro no solo habló de reconciliación. También aprovechó el espacio para dar cuenta del clima de vigilancia y oposición que, según él, envuelve su mandato. Criticó a los partidos tradicionales y medios de comunicación al acusarlos de actuar motivados por “poder y codicia”, y de obstaculizar su gestión mediante una vigilancia permanente que erosiona su capacidad de gobernar con libertad.
Desde que asumió el poder en 2022, tras una trayectoria marcada por confrontaciones con las élites políticas y la promesa de un cambio social profundo, Petro ha señalado reiteradamente los obstáculos que encuentra en los sectores tradicionales. En su discurso, describió la Casa de Nariño como una “tortura” y “su cárcel simbólica”, donde la vigilancia es una constante: “Un presidente preso y vigilado segundo a segundo, no soy el presidente de Colombia, soy el preso de Colombia, pero no de su pueblo, sino de su oligarquía”.
En medio de estas tensiones, el mandatario reafirmó su compromiso con la Constitución de 1991, subrayando la urgencia de consolidar un auténtico Estado social de derecho. Insistió en que los poderes del Estado deberían estar al servicio de la ciudadanía y no al revés, denunciando que su gobierno es trabado precisamente por quienes detentan el poder político y económico.
¿Es acaso esta sensación de encierro la que marca los primeros años de un proyecto que aspira a transformar las estructuras profanas del país? Mientras Petro defiende su mandato entre críticas y resistencias, la pregunta queda flotando: ¿podrá gobernar plenamente sin las cadenas invisibles de la oligarquía?
La Casa de Nariño, que debería ser el centro de mando y decisiones, sigue siendo para su presidente un lugar de vigilancia constante y limitación. Y mientras el país observa, se abre un debate profundo sobre la libertad real que puede tener un líder frente a los poderes tradicionales que resisten el cambio. ¿Será posible que en Colombia la democracia funcione sin las sombras de esas ataduras?