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¿Decreto o desencuentro?
Este martes 15 de julio de 2025, Colombia se encuentra en medio de una tormenta política y judicial que no cesa de crecer.
Fue apenas unos días antes, el 9 de julio, cuando el presidente Gustavo Petro firmó el controvertido Decreto 0799, que desde el 10 del mismo mes comienza a regir. Este cambio legal suprime la competencia exclusiva que tenía el Consejo de Estado para revisar las acciones de tutela contra el jefe de Estado y distribuye la revisión de estos casos a jueces de circuito a lo largo y ancho del país. La justificación oficial es clara: “fortalecer la imparcialidad estructural del sistema judicial” y evitar que una sola entidad concentre demasiado poder. Lo que a primera vista busca promover una igualdad procesal, en palabras del Gobierno, abre una grieta en los pesos y contrapesos institucionales que rigen el país.
El golpe no tardó en sentirse. Óscar Villamizar, representante a la Cámara por el Centro Democrático, saltó de inmediato a la escena. Para él, la medida es un ataque directo e inaceptable a la arquitectura institucional. Anunció que presentará un proyecto de ley para que la tutela —ese instrumento constitucional que protege derechos fundamentales— quede regulada por la ley y no por un decreto presidencial, defendiendo así la separación y equilibrio de poderes.

Igualmente, la voz de la Procuraduría General, con Gregorio Eljach a la cabeza, alertó sobre la “polémica” que representa este arreglo y los peligros latentes para la integridad y función constitucional de las instituciones judiciales. “No estamos acostumbrados a ello, pero creo que tiene derecho a plantear la discusión y que el Consejo lo resuelva”, sugirió con cierta cautela, dejando en manos del Consejo de Estado la palabra final sobre la legalidad de esta redistribución que lo deja parcialmente al margen.
La reacción no se limitó allí. Luis Alberto Álvarez, presidente del Consejo de Estado, expresó su “desazón” en entrevistas a medios como La W. Señaló que el decreto no solo debilita la unidad de la jurisprudencia, sino que también somete a la rama judicial a tensiones poco deseables, pues altera una función que, hasta ahora, garantizaba coherencia y autoridad en la protección de derechos frente al Presidente.
Esta controversia, que no es solo técnica ni legal, plantea preguntas profundas sobre la fortaleza de las instituciones colombianas y sobre quién decide realmente los límites del poder en tiempos convulsos. ¿Se trata de una reforma que democratiza el acceso a la justicia o de un giro que erosiona los cimientos del control constitucional? Mientras el país observa con atención y cierta incertidumbre, la esperanza persiste en que la justicia encuentre un equilibrio sin sucumbir a la politización o a la dilución de sus funciones esenciales.
¿Podrá la institucionalidad resistir ante un decreto que cambia las reglas en mitad del juego? El tiempo y la interpretación del Consejo de Estado serán, quizás, los únicos capaces de dar respuestas plausibles. Mientras tanto, el debate se profundiza y el espacio judicial se convierte en un escenario de pugnas que van más allá de la letra del decreto.