¿Violencia como instrumento de poder?
En la vibrante Cali, el eco del pasado reciente vuelve a resonar con fuerza.
El 26 de mayo, Álvaro Uribe, expresidente colombiano, lanzó una dura acusación contra el actual mandatario, Gustavo Petro, a quien responsabilizó por fomentar la violencia a través de sus llamados a movilizaciones sociales.
Desde esta ciudad, epicentro del estallido social de 2019, Uribe denunció que Petro aspira a **manejar a Colombia con una amenaza permanente de violencia**, una estrategia que, según él, implica una oferta de impunidad para los violentos y el narcoterrorismo. El expresidente alertó, además, sobre el riesgo que esta dinámica representa para la estabilidad y la convivencia ciudadana.
La controversia se alimentó ese mismo día, cuando desde Barranquilla, en un cabildo abierto tras la caída de su consulta popular en el Senado, Petro dirigió un discurso donde instó a los manifestantes a **no atacar los bienes de la clase media** y se pronunció sobre el rol de la fuerza pública durante las protestas.
Uribe respondió con una claridad contundente: la **fuerza pública debe obedecer primero a la Constitución y tiene el deber de proteger a todos los ciudadanos** sin distinción. Cuestionó además la idea de una intervención selectiva, señalando con preocupación qué ocurriría con aquellos bienes y sectores que quedarían fuera del llamado “grupo protegido”.
Este cruce, que refleja mucho más que una disputa política, pone en evidencia la profunda fractura que atraviesa la sociedad colombiana. Las palabras no solo son acusaciones; son síntomas de una tensión que sigue erosionando la confianza en las instituciones y en el diálogo como camino hacia la paz.
¿Podrá Colombia encontrar un rumbo que disipe estas sombras de amenaza constante y restablezca la convivencia? ¿O seguiremos atrapados en un ciclo donde la política se convierte en un campo de batalla donde todos pierden? Mientras tanto, la ciudadanía observa, espera y se pregunta qué futuro le deparan estas recientes palabras.