En la noche del domingo 25 de mayo, Colombia despierta a una nueva etapa de confrontación. El ministro de Defensa, Pedro Sánchez, confirmó que desde la medianoche se reactivarán las **operaciones ofensivas de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional** contra las disidencias de las FARC lideradas por Alexander Díaz, conocido como alias **Calarcá**.
Durante una entrevista con Blu Radio, el ministro dejó claro que no existe ya “ninguna suspensión de operaciones militares ofensivas o de cese al fuego” con ningún grupo armado en el país. Esta declaración pone fin al último intento de diálogo implícito en el reciente cese al fuego, vigente hasta apenas unas horas antes. Tras un difícil periodo marcado por tensiones crecientes, el gobierno de Gustavo Petro opta por retomar la vía del empleo de la fuerza frente a una de las principales estructuras ilegales que desafían el orden estatal.
La decisión no es sorpresa, aunque sí marca un punto de inflexión. Apenas el 18 de abril se anunció una pausa temporal en la ofensiva hasta el 18 de mayo, una medida inesperada en medio de un clima complejo. Sin embargo, esa tregua fue efímera y condicionada por una violencia persistente que no cedió territorios ni facilitó acuerdos duraderos.
Pedro Sánchez subrayó que las instrucciones son actuar con “contundencia” para salvaguardar la seguridad de las comunidades afectadas y restablecer el control estatal en las regiones donde operan estas disidencias. La apuesta del Ejecutivo es clara: frenar con determinación la expansión armada que pone en riesgo la estabilidad y la paz social.
Este giro tiene, además, antecedentes recientes. En abril, después de un ataque en Charras, Guaviare, el gobierno endureció su postura y ordenó que las operaciones contra las disidencias, incluyendo las de Calarcá, se mantuvieran activas. La escalada parece responder a un intento de no ceder ante la violencia ni permitir espacios de impunidad.
Frente a este nuevo escenario, quedan preguntas abiertas sobre el futuro del diálogo y la posibilidad real de paz en zonas marcadas por décadas de conflicto. ¿Podrá el Estado combinar el uso de la fuerza con estrategias políticas efectivas? ¿Cómo responderán estas disidencias a un gobierno que abandona la vía del cese al fuego? Mientras tanto, las comunidades en el terreno se preparan para enfrentar días de incertidumbre que podrían profundizar la crisis social que viven.
La ofensiva militar no solo es un despliegue estratégico; es un reflejo de la complejidad colombiana, donde las sombras de la violencia y el anhelo de paz conviven en un equilibrio precario. Y aunque la fuerza marque el inicio de esta etapa, la pregunta que permanece es: ¿habrá espacio para el diálogo o la guerra decidirá el rumbo una vez más?