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¡Qué fin de semana más sombrío!
Este lunes 3 de noviembre de 2025, el amanecer trajo consigo más dolor y desasosiego para el suroccidente y nororiente colombiano. Durante el último fin de semana festivo —del sábado 1 al lunes 3— al menos quince vidas se apagaron en una oleada de ataques armados que resonaron desde el Cauca hasta Meta, pasando por Valle del Cauca, Norte de Santander, Bolívar y Antioquia.
La madrugada en Suárez, Cauca, fue escenario del episodio más devastador. Un carro bomba estalló a escasos metros de una estación de policía y un hotel, dejando un saldo trágico: dos muertos y cinco heridos, entre ellos un policía y un niño. Las explosiones no solo dañaron propiedades; rompieron la aparente calma del casco urbano, sembrando temor e incertidumbre en una comunidad que, una vez más, se ve atrapada en el fuego cruzado. Según el ministro de Defensa, Pedro Sánchez, el ataque fue obra del frente Jaime Martínez, una facción de las disidencias de las Farc bajo el mando de alias ‘Iván Mordisco’. Esta acción violenta responde, según el gobierno, a la presión que las fuerzas estatales están ejerciendo sobre esos grupos, que ven erosionados sus bastiones y fuentes ilegales de financiación.
Este atentado, catalogado por la Defensoría del Pueblo como una grave violación del Derecho Internacional Humanitario, expone la vulnerabilidad de regiones que parecen olvidadas por el Estado. César Cerón, alcalde de Suárez, expresó su preocupación: la violencia se multiplica y la capacidad local para hacerle frente es cada vez más limitada, sumergiendo a la población en un vacío de seguridad y confianza.
Al mismo tiempo, otros focos de violencia no cesaron. En Norte de Santander, particularmente en la región del Catatumbo, la confrontación entre el ELN y las disidencias de las Farc continúa dejando una estela de miedo y destrucción. Mientras tanto, en Antioquia y Meta, diversas bandas criminales y actores armados mantienen un pulso sangriento, que parece distanciarse aún más del sueño de paz que anhela Colombia.
La constante presencia de estos grupos armados y la aparente incapacidad estatal para asegurar la vida y la tranquilidad de sus ciudadanos no solo desatan el miedo, sino que erosionan la esperanza y la cohesión social. ¿Cuánto tiempo más seguirá esta espiral de violencia? ¿Será posible que las instituciones recuperen terreno y construyan una presencia legítima que reemplace el vacío dejado? La ciudadanía espera, mientras el eco de las detonaciones amenaza con volverse rutina.
Pero por ahora, el silencio pesa y las heridas abiertas durante ese funesto fin de semana invitan a una reflexión profunda sobre el futuro de regiones golpeadas por la violencia, la indiferencia y la impunidad. ¿Podrá el Estado responder a la urgencia de proteger a quienes más lo necesitan o la sombra de la guerra continuará alimentando la incertidumbre?


